Por. Juan Pablo Proal
çComo ninguno de los amorfos candidatos que manchan los postes de luz
con sonrisas imbéciles, y sin mucho esfuerzo, el “Gato Morris” potencia
su popularidad con velocidad viral.
En el país donde el rumor
escabroso construye los mitos de la historia cotidiana, versiones
periodísticas apuntan a que en realidad este personaje cibernético es
autoría del PRI, como una treta más para obtener el triunfo en Jalapa.
Sea o no cierto, el “Candigato Morris” emana más carisma y autenticidad
que la fétida oferta partidista de cada elección.
Los cerebros
detrás del “Candigato Morris”, una opción humorística de contrapeso a
los candidatos propuestos por los partidos, declararon a la prensa que
su intención es obtener el 20 por ciento de los votos para anular así
los comicios. No obstante, las autoridades electorales de Veracruz han
insistido que ni con ese porcentaje de sufragios se consumaría el
boicot, pues esta figura no está prevista en la ley.
El nacimiento
de este felino es una oportunidad imponderable para invitarnos a
replantear nuestro papel como ciudadanos en esta supuesta democracia,
secuestrada por las personas más viles que habitan el país. Consulté a
politólogos y expertos en el tema electoral para cerciorarme si es
posible que los votantes podamos boicotear una elección. La respuesta,
me aseguraron, es negativa. Ni el voto nulo ni votar mayoritariamente
por un candidato no registrado son elementos que deriven en la
invalidación de los resultados.
La clase política logró
estructurar un laberinto sin salida para los ciudadanos. No podemos ser
declarados vencedores en caso de que obtengamos la mayoría de los votos
como abanderados independientes. Si ninguna de las propuestas nos
convence y queremos anular el sufragio nuestra voz es tirada a la
basura. Tampoco hay opciones reales para revocar a un gobernante. Es un
juego donde todos ganan, menos nosotros.
Nos obligan a elegir un
platillo de un menú donde todo está echado a perder. Incluso las
autoridades electorales dan sermones al respecto: “Eres buen ciudadano
si votas, por el que quieras, pero hazlo; de lo contrario, eres un
irresponsable”. Paradójicamente, los representantes de estas
instituciones que se venden como santas e incorruptibles, son elegidos
por los mismos dueños del juego.
Entonces, hay que votar por aquel
exrector que se robó todos los recursos de la universidad pública para
pagar sus cirugías estéticas y sus viajes a las Vegas o por el
exsecretario de Obra Pública que en unos años obtuvo más fortuna que
cualquier jeque árabe. Hay que elegir entre ese siniestro representante
del crimen organizado o un misógino analfabeta que a diario se
emborracha.
¿Para qué? Para que cuando llegue se robe el dinero de
vacunas o fondos para desastres naturales, imponga a sus hermanos,
primos y cuñados en cargos públicos. Se compre yates, zapatos de 30 mil
pesos y viaje por todo el mundo. Para que se niegue a ser cuestionado
por la prensa y reparta millones de pesos a los periodistas corruptos
que cuidarán su imagen. Y después, cuando haya desfalcado todo, huya del
país a un destino paradisíaco, desde donde verá con cínico disfrute
cómo su sucesor le cubre las espaldas.
Sea Morris una ocurrencia,
una estrategia del PRI o un simple divertimento, es una invitación a que
pensemos de qué manera ganarles la partida a los reptiles que nos
depredan. Reinyectar fuerza a la campaña del voto nulo, fortalecer a un
candidato ciudadano con trayectoria impecable, renunciar masivamente a
las urnas o quemar nuestras boletas de forma simultánea. El caso es
ejercer presión social para obligar a la clase política a dotarnos de
instrumentos de representación ciudadana efectiva en las urnas.
El investigador John M. Ackerman, profesor de Derecho en la Universidad Autónoma de México, en su libro Autenticidad y nulidad. Por un derecho electoral al servicio de la democracia
(IIJ-UNAM, 2012) plantea que “en lugar de hacer todo lo posible por
‘proteger’ la validez de los comicios, los magistrados electorales
deberían colocar el principio constitucional de ‘autenticidad’ electoral
en el centro de sus deliberaciones”. Y advierte: “La indolencia,
pasividad y tolerancia por parte del Instituto Federal Electoral y el
Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación hacia las
irregularidades cometidas por los actores políticos, económicos y
sociales es indefendible. Estas instituciones tienen la obligación
constitucional de hacer todo lo legalmente posible para garantizar que
las elecciones sean verdaderamente ‘auténticas’ y ‘libres’”.
Es
verdad, las instituciones electorales son, en realidad, un derroche de
dinero para pagar los lujos de políticos disfrazados de ciudadanos que, a
su vez, cuidan los intereses de los partidos que los patrocinan. En
discusiones bizantinas, casi siempre defienden cualquier atrocidad
cometida durante las elecciones, legitimando a los delincuentes
¿elegidos por el pueblo?
Como ha ocurrido con los insuficientes
pero indispensables triunfos ciudadanos, como los derechos de los
homosexuales o la participación electoral femenina, la única salida a
este túnel siniestro es ejercer una presión social fuerte, un grito
sostenido de hartazgo, sacudir a los dueños del negocio, arrebatarles
sus reglas y jugar con las nuestras.
De lo contrario, elección
tras elección, veremos desfilar en las boletas a cínicos cada vez más
cínicos, agentes de los Zetas, fascistas, amigos del Chapo Guzmán,
amantes de la guerra, boquiflojos, adictos a los lujos de mal gusto,
borrachos, obsesivos de las cirugías, fanáticas ciegas del cristianismo,
representantes encubiertos de alguna secta destructiva o analfabetas
que reniegan de sus propios hijos.
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