Rosarito Informa.-Enrique Peña Nieto y el PRI ganaron las elecciones con un fuerte
déficit de legitimidad y sin lograr la mayoría parlamentaria. La
gobernabilidad, esa ansiada meta de su abusiva campaña, se muestra
elusiva. El presidente electo llega al poder con un importante
cuestionamiento moral, obligado a pactar con los poderes fácticos, y en
la urgencia de reformar áreas completas del Estado mexicano tan sólo
para darse a sí mismo unos años de gobernabilidad y evitar un rápido
deterioro de un Estado en proceso de descomposición. Es dudoso que pueda
salir de los laberintos políticos que él mismo ayudó a construir, por
lo que la restauración que su triunfo representa será precaria e
inestable.
No puede encontrarse a un “reformador” peor dotado que
Peña Nieto, quien radicalizó la naturaleza intrínsecamente tramposa del
PRI: montó un operativo financiero que implicó fraude fiscal, tal vez
lavado de dinero, saqueo de las arcas públicas y uso indebido de los
programas gubernamentales; forzó a miles de funcionarios públicos
estatales a violar la Ley de Responsabilidades al usarlos como
operadores electorales; estableció pactos con los poderes fácticos a
través de contratos amañados y esquemas de financiamiento ilegales;
aseguró a los sindicatos corporativos que sus intereses mafiosos serán
respetados. ¿Puede un presidente con estas ataduras y vicios políticos
reformar al Estado que lo prohijó?
El patético desempeño de las
instituciones, ante todo de la Fiscalía Especializada para la Atención
de Delitos Electorales (Fepade) y del Tribunal Electoral del Poder
Judicial de la Federación (TEPJF), no ayuda a Peña Nieto a superar el
déficit de legitimidad que tiene frente a los sectores más informados de
la sociedad. Ambas instituciones actuaron en la peor tradición de la
justicia mexicana: pusieron en la víctima la carga de la prueba, sin
investigar por sí mismas, como podrían y deberían hacerlo conforme a sus
potestades legales, los patentes delitos en que incurrió el PRI en el
proceso electoral. Las penosas resoluciones del máximo tribunal
electoral no pueden más que alimentar la sensación de abuso y violación
de derechos que experimenta un significativo sector de la sociedad.
El
grupo de Peña Nieto decidió pasar por encima de leyes e instituciones
apostando por una victoria arrasadora que garantizara al PRI la mayoría
absoluta en las cámaras de senadores y diputados, de tal forma que el
nuevo presidente pudiese realizar todas las reformas que considerara
pertinentes sin verse sometido a negociaciones costosas. Se trataba
básicamente de completar las reformas del ciclo neoliberal que fueron
detenidas por el propio PRI a lo largo de los dos gobiernos panistas
(las relativas al ámbito laboral y fiscal, así como a la apertura de
Pemex a la inversión privada), necesarias para dar viabilidad a la
frágil economía nacional, y algunas reformas políticas que, sin poner en
riesgo la hegemonía priista, permitieran modernizar algunos aspectos
del Estado mexicano (reformas del federalismo, de lo penal, la
correspondiente al reflotamiento de las agencias reguladoras, y, tal
vez, otra electoral). Esta última agenda ha quedado por ahora pospuesta,
ante la urgencia de modificaciones que atiendan los vicios más patentes
del reciente proceso electoral, y que resuelvan el déficit de
legitimidad originario: la “agencia anticorrupción”, el fortalecimiento
de la agencia federal de trasparencia y la regulación de la publicidad
gubernamental en los medios.
Hay un problema aquí: ¿Con qué
autoridad moral puede Peña Nieto proponer la creación de una Comisión
contra la Corrupción? ¿Acaso no es demasiado cinismo aceptar que urge
regular la relación entre gobierno y medios de comunicación después del
pacto Televisa-Peña Nieto?; más descaro aún se requiere para proponer el
“fortalecimiento” del IFAI con el fin de que obligue también a los
estados a “transparentarse”, después de que el PRI de Peña permitió que
Calderón minimizara y sobajara a la institución, además de que en todos
los estados los gobernadores se burlan de la transparencia y de la
rendición de cuentas.
Ahora bien, dado que el PRI no alcanzó la
ansiada mayoría parlamentaria, y puesto que varias de las reformas
necesarias requieren cambios constitucionales, el PRI se verá obligado a
negociar con el PAN la agenda de fondo. Pero, ¿con qué bases pueden los
peñistas pedir cooperación al PAN después de que bloquearon a Calderón
varias de las reformas que ahora pretenden impulsar?
Para salir de
estas contradicciones, parece estar en marcha un maquiavélico pacto
entre Peña y Calderón para impulsar desde ya las reformas políticas de
coyuntura y la reforma laboral, de tal forma que Calderón reciba el
“mérito histórico” sobre ellas y el PAN sea forzado a apoyarlas, en la
hipótesis de que el PRI también se disciplinará a las órdenes del
presidente electo. Urge materializar el pacto ahora que Calderón aún
controla el PAN. No sabemos qué suerte tendrá esta primera apuesta a la
negociación a espaldas de la nación. Pero sin duda el PAN y el PRI
saldrán lastimados y divididos.
La clase política busca oxígeno en
sus pactos intra-élite, mientras la sociedad civil reacciona todavía
con debilidad y sin rumbo claro. Lo cierto es que las afrentas son
muchas; los problemas, muy profundos, y los espacios de acción del
Estado, estrechos. El conflicto será la regla de los meses por venir,
por lo que la plena restauración no podrá consumarse.
* Alberto J. Olvera es periodista e investigador de la Universidad Veracruzana.
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